Veamos entonces...como resulta.
Comparto con Uds mi primer trabajo, el que tan celosamente se guarda, del cuál tenemos mas dudas que certezas, el que solo compartimos con aquellos quienes estimamos y dudamos de su opinión a causa del mismo afecto (si, eso lo digo por vos) . Por primera ves me lanzo a la aventura de hacer pública mi producción y exponerla a quienes se sientan tentados a leer.
Sientase libre de dejarme su comentario, será bienvenido. Gracias por tomarse unos minutos y leer mi blog.
Javier Pelizzari

martes, 7 de octubre de 2008

Capitulo 1

Eran tan hermanos, que parecían amigos. O tan amigos que parecían hermanos, solo que ellos tenían una madre en común por lo que biológicamente eran hermanos. También compartían el mismo padre, y las vivencias de la convivencia en la misma casa de aquel barrio tan particular de la ciudad de Rosario. Más aún, las experiencias de las vivencias en aquella convivencia tan fuera de lo común. Y es que realmente aquella familia tenía entre sus particularidades más ridículas la de ser, quizás, ridículamente particular.
Sánchez era el apellido de aquella familia, y por si usted es aficionado a la genealogía déjeme agregar que las dos ramas de la familia eran Sánchez, y se caracterizaban entre otras cosas por usar su bien ganado doble apellido, con lo cual en los años verdes de los boletines escolares, estos hermanos mostraban orgullosos sus libretas firmadas por Amanda Sánchez de Sánchez , lo que le daba una redundante impronta a sus tímidas y casi mudas notas del montón., del montón de notas mediocres, claro está..
Amanda Sánchez de Sánchez había renunciado hacia tiempo he esperar de sus hijos alguna mención que los elevara sobre el resto de los estudiantes de aquel endémico colegio provincial, y no obedecía esto a una elitista conjunción de estudiantes y docentes, sino mas bien a una natural capacidad de los niños para no sobresalir jamás, y menos en su ámbito escolar.
A ella le hubiera encantado, lógicamente, verlos en cualquiera de aquellos involuntariamente hilarantes actos patrios llevando la bandera. Sin embargo también disfrutaba, o se conformaba, pintando bigotes de corcho quemado a sus hijos, venidos a gaucho y granadero, como los hay tantos en esos actos y no por eso, menos importantes.
Hermosos años, recuerda cíclica e infaliblemente cada cumpleaños Amanda Sánchez de Sánchez al notar que ya no hace falta pintarle bigotes a sus niños, quienes siguen manteniendo el don de no destacarse jamás, sobre el resto de los jóvenes.

Para Aroldo Sánchez, las satisfacciones respecto a sus hijos pasaban en aquellos años, por otro lado Sus hijos estaban sanos, en realidad estaban rellenos, lo que a el le daba la seguridad de que su salud era la adecuada. Eran dos muchachitos que no se metían en problemas, fuera de las normales travesuras típicas de la edad, como solía decirles a cada uno de los vecinos que se presentaban a las puertas de su casa, factura del vidriero en mano, o incluso al mismo vidriero cuando se convirtió por designios de la ciclotímica suerte, en la victima de turno.
A ambos les gustaba el fútbol, aunque no se les diera en suerte tener buen pié, y eso ya ahuyentaba los peores fantasmas en la mente de Aroldo Sánchez, para quien un grito de gol en la boca de sus hijos era prueba irrefutable de la insipiente virilidad de ambos. De pequeños solía llevarlos de cuando en cuando a algún hueco donde intentaba legarles a sus hijos los dones venidos a recuerdos de su histórica pegada, aquella que lo hiciera bien merecedor del apodo con que sus amigos del club lo recordaban, el fierro Sánchez, aunque no faltara en el barrio quién aseguraba que ese apodo se debía a una serie de desafortunados acontecimientos que se sucedieron en un baile de carnaval, justo en el momento en que Aroldo Sánchez ingresaba el club. Pero como el solía decir, “...que cosa tan fea es la envidia.”
Con el tiempo esas tardes de sano juego con su padre en los que los hermanos Sánchez sólo tenían la posibilidad de acercarse un poco a su entrenador, y no a su padre, terminaron por generar un cierto rechazo de los niños a la practica del fútbol, asumiendo que su lugar perfecto dentro de una cancha era detrás del alambrado, donde si se encontraban con su padre.

De los dos hermanos, Juan Sánchez era el mayor. Ocupaba ese, su rol designado, a la perfección. De contextura robusta y con cara que solía variar, indefectiblemente, a los rasgos severos, aún en los momentos en que estaba plenamente alegre. No eran muchos estos momentos de pública exaltación de la alegría en Juan Sánchez, su carácter se había inclinado a la introspección en el ámbito familiar. Por omisiones, ignorancias o desintereses, o por una para nada dramática conjugación de todo eso, nunca se insistía en la pregunta acerca de cómo le había ido en su día. Su escueto, “...igual que ayer, bien” alcanzaba para que Aroldo y Amanda respiraran un tanto aliviados y sintieran, tácitamente, que todo estaba en orden. Y es que realmente todo estaba en orden, lejos de las barbaridades del mundo, esas que se leían en los diarios o se veían por televisión, ellos habían logrado inculcar en sus hijos aquel pragmatismo inconsciente que sobre todas las cosas, evitaba problemas.
Mezquino en sus esfuerzos, Juan Sánchez transitaba por su preadolescencia sin mayores preocupaciones y con una cada vez mas desarrollada habilidad para analizar las cosas con una practicidad tan abrumadora como obvia, dueño de una ironía que se asomaba como el filo de su rebeldía a las cosas que no lograba digerir.
Sus compañeros, no lo hubieran dudado, habrían afirmado lapidariamente que Juan Sánchez era un gordito boludo, jamás en su presencia claro, ya que su contextura robusta gozaba del respeto de la mayoría de sus pares y sus gestos austeros y mirada firme invitaban sutilmente a callarse esos comentarios y evitarse algún trompis.
Irmo Sánchez era el menor de los dos hermanos, y físicamente como intelectualmente era tan parecido a su hermano como un cocodrilo lo es a una paloma.
En realidad Irmo, no era parecido a ninguno de los Sánchez, y hoy tantos años después de que sus facciones tomaran tintes definitivos, Amanda continua en la búsqueda de algún pariente que se le asemejara, para poder mostrarle a todos que efectivamente la genética no se equivoca, y si las lenguas ponzoñosas de algunas vecinas, que murmuraron allá en los años en los que naciera la criatura. Y es que era vox populi, como casi todo lo era en ese barrio, que por ese entonces la intimidad del matrimonio Sánchez se había visto perturbada por un repentino cambio en el humor de Aroldo.
Irmo se educó y crió con las matemáticas fórmulas de vida que su padre pregonaba en cada sobremesa. Esas que repetidas tantas veces, terminaba por confundirlas con dichos populares, y no sabiendo si eran de la autoría de su padre o del saber popular. Esto ayudó mucho en un principio a la sobrevaloración de su padre, quien mechaba sin ningún tipo de pudor sus lapidarias anque obtusas conclusiones sobre la vida, con citas de las mejores plumas de la humanidad. Claro, el tiempo se encargó de separar las unas de las otras, y la distorsión intelectual respecto a su padre fue paulatinamente esfumándose hasta convertirse en la convicción de que Aroldo Sánchez, su padre, era solamente eso, Aroldo Sánchez.
Desde muy temprana edad Irmo se mostró, inquieto e intrépido. Inquebrantable a la hora de dar rienda suelta a sus inquietudes, estoico a la hora de tener que recibir en gracia la tunda correspondiente a la travesura de turno.
También en su caso Irmo tuvo una infancia dentro de lo que se podría llamar normal, Su primera preocupación seria devino al comenzar la escuela primaria. Cuando con toda su mezcla de inocencia y orgullo, contó a viva voz, que el se llamaba como su abuela, Irma, hecho este, que obligó a su hermano mayor a tomar una actitud disuasiva para evitar que sus compañeros continuaran martirizándolo.
Por naturaleza extrovertido, curioso y de palabra fácil, a diferencia de su hermano, a Irmo jamás hacia falta preguntarle como le había ido, todos debían enterarse quisiesen o no, y el se encargaba eficientemente de que así fuera.
No era raro ver en el actitudes cariñosas y cordiales, ya sea dentro o fuera de su ámbito familiar.
Aroldo Sánchez veía en su hijo menor a un perfecto consentido de su madre, a quien le achacaba que su hijo celebrara con mas pasión un aguacero de verano, que un gol de su equipo. Quizás por eso su mejor esfuerzo en aquellas tardes de potrero lo puso en Irmo, a manera de cruzada santa contra sus peores y mas oscuros temores.

En esos tiempos, lejanos pero no tanto, la familia gozaba de una posición económica para nada acomodada, pero si tranquila a nivel de cubrir sus necesidades básicas, y es que realmente las necesidades de los Sánchez eran básicas, incluso en extremo. Se los tenía en los círculos sociales del barrio por una familia espartana, que cumplía con los requisitos mínimos e indispensables para ser considerados clase media, pero a la que le faltaba mucho de alcurnia para contarse entre las familias acomodadas de aquel barrio de clase media tan peculiar.
Hago hincapié en que ninguna de las familias de aquel barrio era ciertamente patricia, pero claro, esta apreciación puedo hacerla yo a la distancia, inmiscuidos como estaban en aquel microclima de la realidad ellos tenían muy claro quienes eran los cajetillas y quienes no, valla uno a saber basado en que premisas de comparación. De todas maneras supongo amigo, que el listón no debe haberse puesto muy alto para haber sido aceptado como miembro de aquélla seudo aristocracia de empleados ferroviarios, postales, de comercio y pequeños comerciantes, sin desmerecer esto por favor a ninguno de los gremios.
Permítame contarle, sin animo de distraerlo, por ejemplo sobre las diferencias sustanciales, que en realidad no lo eran tanto, entre unos y otros.
Medianera por medio a la casa de los Sánchez, vivía la familia Rutaerem.
Sobre quienes aún hoy se sigue discutiendo acerca del origen de su apellido. Este tema, ocupo en los mediodías de los Sánchez una cantidad navegable de café en sobre mesas. Aroldo aseveraba con una seguridad filatélica, que se trataba de una deformación de un apellido francés mal inscripto, en la época de las corrientes migratorias europeas llegadas a la dársena norte en Buenos Aires, y allí comenzaba su discurso sobre lo inculto y soberbio de aquellos empleados del estado que se encontraban allí por cuestiones meramente políticas, que a su vez derivaba en una reseña histórica muy al estilo Aroldo Sánchez. En cambio Amanda, con su común sentido común y juzgando su aspecto, los llamaba sencillamente los turcos, y no porque hiciera referencia a Turquía como origen de esta familia vecina, sino a algún lugar que debía situarse mas allá de los Urales hacia el este y desde Egipto hasta La india. Con lo cuál para Aroldo aquella definición étnica carecía de todo peso histórico y geográfico, encargándose de desmerecerla como dato científico cada vez que el tema ocupaba la mesa.
El jardín trasero de los Sánchez, que mas que jardín era un fondo en el cuál no se sabía si faltaba terminar el piso de baldosas o había sido concebido como espacio verde, lindaba con el de los Rutaerem y estaban separados por una pared medianera toscamente construida, como para conservar una intimidad que se ve repentinamente violada.
Quiso la madre naturaleza, la buena o mala fortuna, alguna ley extraña de algún escritor escaso de inspiración o vaya uno a saber que cosa, que una buena mañana, notara Amanda que del otro lado de la medianera asomaba casi sin ganas de ser vista, una ramita de jazmín con un pimpollo blanco que se adivinaba seria una flor en pocas horas de sol. Nada, un suspiro, una gota de agua en un desierto, eso era aquel pimpollo en la irregular pena de aquel muro marrón de pena. Sin embargo fue suficiente. Miró su fondo y vio, como a quien de repente lo extraen de su realidad para mostrársela desde muchísimo mas arriba, lo lúgubre que era aquella parte de la casa. Dos bicicletas oxidadas, un elástico metálico de una vieja cama, una palangana enlozada que en sus buenos tiempos era blanca, una pelela de plástico azul, testigo olvidado de la independencia escatológica de sus hijos y unos cajones de madera, promesas de algún asado futuro, adornaban un rincón. En vano intentó consolarse pensando que aquello impregnaba el fondo de una cierta nostalgia santelmina, no pudo por mas que intentó, convencerse de que aquellos objetos eran parte de un pasado familiar y trocó romanticismo por aberración. Lo único que deseó, con todo su corazón, fue tener un jardín.
Incansables tardes dedicó Amanda a remover de aquel predio la tristeza hecha pasto y la angustia suciedad, pruebas vivientes de años de olvido, trabajó sin detenerse mas que a mirar aquel capullo que día a día se hacia mas alto y fuerte. Una mañana de domingo, cuando ya había preparado debidamente la tierra con cuanto estiércol de caballo pudo recolectar, se decidió a plantar junto a la pared medianera, un jazmín amarillo. Cuando la faena estuvo terminada se sentó a admirar su trabajo, y comprendió entonces, que de ahora en mas solo era cuestión de tiempo, que cuanto estaba en sus manos ya estaba hecho.
Pasaron los días y se hicieron semanas, en el lugar donde fue plantado el jazmín no había rastro alguno de vida, ni una señal que hiciera pensar que debajo de la tierra algo se estaba gestando, ni un brote se asomaba al menos para clamar de la angustia e impaciencia de Amanda. Al cabo de unas cuantas semanas mas y ante la irrefutable realidad de que los tiempos de la naturaleza no eran iguales a los de sus necesidades, le exigió a Aroldo que instalara en aquella pared, una repisa, a una altura considerablemente alta, para ser una repisa normal. Compro entonces una hermosa maceta con un jazmín amarillo fuerte y bien criado, y sin dudarlo un segundo, lo ubicó sobre la repisa, y la altura de la planta hacía que sobresaliera por encima del tapial unos 40 centímetros. El jazmín blanco de los Rutaerem se convirtió entonces en un embajador blanco de su propia soledad rodeado de jazmines amarillos que reclamaban su espacio vital. Apreciar la belleza de aquélla maceta con sus flores amarillas, en la altura de aquel fondo desprovisto de baldosas, pero sin artefactos desvencijados que lo decoraran, la reconfortó enormemente y sació sus ganas de un jardín propiamente dicho, al menos por esos días.
Ese era el espíritu, entre quienes eran y quienes deseaban ser como los que eran...en aquel barrio tan sui generis, en el que todo se sabía y todo se comentaba de alguna u otra manera y con alguna u otra intención.
El cruce obligado con la señora Rutaerem, esperado por Amanda Sánchez desde el mismo día en que ubico su jazmín en la repisa, no se dignaba llegar. Su vecina seguía tan sonriente y educada como de costumbre pero no deslizaba palabra acerca de como se veía el nuevo jardín de los Sánchez desde su casa. Finalmente y con la ansiedad elevada a su máxima expresión, Amanda se decidió a forzar el tema, y en la verdulería de Pinocho, así lo conocían en el barrio a Salvador, el verdulero, comento en voz alta y con toda la intención de que la voz corriera sobre su “dolor tremendo espalda” producto de tanto trabajar en su nuevo jardín. Y la voz corrió, como normalmente pasaba en aquel lugar. No tardaron en llegar a casa de los Sánchez, mujeres de todas las latitudes del barrio con plantas de Aloe para que Amanda se hiciera infusiones., barras de azufre para pasarle por la espalda o incluso algún caso extremo, como el de su vecina de enfrente, quien se apersonó con un maletín repleto de agujas de diferentes tamaños, y por poco la obliga a una sesión reparadora de acupuntura, que felizmente para Amanda no se llevo a cabo, ya que sucumbió a su sensibilidad a los pinchazos y al ver las agujas cayo al piso desvanecida como si su alma hubiera elegido abandonar su cuerpo.
Sin embargo, ni una sola palabra llegó de boca de la señora Rutaerem, quién para Amanda solo lo hacía por encontrarse sumamente resentida, e incluso llegó a darle la razón a su marido en aquello de “que cosa tan desagradable es la envidia”.

Si me preguntan porque los hermanos Sánchez, crecieron inmunes a este tipo de actitudes, mi respuesta sería de total desconocimiento.
Quizás la propia naturaleza se encargara de darle a Juan e Irmo Sánchez las herramientas para protegerse. En el caso de Juan su profunda tendencia al encierro, a no mezclarse, a auto marginarse en su ámbito familiar. A Irmo, una gran sensibilidad, lo que indefectiblemente resultaba en grandísimas desilusiones que lo obligaban a tomar distancia de ciertas cosas para no sentirse herido. Aunque internamente algo sucumbía ante las embestidas de lo que a su juicio, no era del todo correcto. Ante esas situaciones su sensibilidad le exigía a su cuerpo algún tipo de manifestación, por lo que era bastante normal que Irmo acabara algunos días en cama. Obviamente los diagnósticos jamás rozaban siquiera por asomo la beta psicológica. Amanda, experta en medicinas hogareñas y devota de las artes de la automedicación, ya emitía un veredicto con solo apoyar su mano en la frente de su hijo. Algo, sin embargo, había que reconocerle, y era la prodigiosa exactitud de su juicio en cuanto a la temperatura.
Imagine ud. Amigo lector, lo ridículamente cómico que es, que una persona apoye la mano en su frente y le diga sin titubear, “38.7”. Pues eso hacía Amanda y créame cundo le cuento, que no se equivocaba.
Su marido esperaba estas oportunidades para demostrarle que debía hacer las cosas de otra manera, y a escondidas, mientras ella ya concebía la cura de aquel mal, el tomaba de un cajón un termómetro, tesoro escondido si los había, y se abalanzaba sobre el enfermo para demostrar que su mujer, no estaba en lo correcto. Jamás se supo de una vez en la que pudiera probar que la temperatura indicada por su esposa fuera errónea.
Tras esa toma tan particular de la temperatura, llegaba el diagnóstico, y el tratamiento. Y aquí si que los Sánchez hacían gala de las mas extrañas mezclas druídicas, pasadas de generación en generación, por lo que seguramente mal, no hacían, aunque dudo mucho que influyeran demasiado en el curso de la enfermedad. El te de vino tinto, era quizás la mas recurrente e indeseable de todas ellas. Según rezaba la milenaria receta, se debía calentar vino tinto al punto de hervor, una vez hirviera había que encender el bao del alcohol, una llamarada preferentemente azul, salía del recipiente y se apagaba lentamente. Cuando se hubiera apagado por completo, esto indicaba que era el momento de beberlo. Sintiendo que se incineraba por dentro, quién recibía el remedio, debía abrigarse en extremos sin importar la temperatura ambiente, y acostarse bien tapado. Esto producía que el cuerpo comenzara a sudar horrores, y su temperatura se elevara rápidamente, matando cualquier micro organismo intruso que estuviera molestando. Una verdadera tortura, que cualquier persona solucionaba con dos días de reposo y algún jarabe de gusto medianamente aceptable. Hubo ocasiones en las que Juan Sánchez llegó a disimular su estado febril, para evitar el remedio de su madre, cuando cualquier otro niño de su edad se tiraba a la cama para poder faltar a la escuela. Amanda, que además de todo era madre, notaba el malestar de su hijo, y se contentaba con el esfuerzo que el hacia para evitar dejar de ir al colegio, con lo cuál generalmente lo premiaba con un saludable te de vino y dos caramelos de propóleo de consuelo a su regreso, por lo que los niños comprendieron a corta edad que en la vida había cosas de las que un hombre no podía escapar.

Los hermanos Sánchez tuvieron desde siempre una muy buena relación. Juan protector incondicional de su hermano en todo sentido, e Irmo respetuoso en extremo de la mayoría de edad de su hermano Juan, y de su porte lógicamente. Compartían juegos, inquietudes y algún que otro proyecto que los cautivara. Como aquella vez por nombrarle uno.
Estaban sentados al umbral de su casa una tarde cruel de verano, Juan tenia 6 años e Irmo 4. Observaban con pena como a pinocho, el verdulero, le costaba horrores mover una humanidad de casi 190 kilos por la verdulería, sentarse, pararse...Usaba constantemente un pañuelo blanco que pasaba por su frente secando el sudor, y soplaba como un potro a punto de extenuarse en su carrera. Lo miraron durante casi un cuarto de hora, y Juan fue quién opinó que algo debían hacer para evitarle a ese hombre semejante tortura. Fue corriendo a su habitación y regresó con un clavo en el diminuto bolsillo del short que llevaba puesto. El clavo tenia unos 15 centímetros de largo, por lo que en la pequeña mano de Juan era casi un puñal, era uno de esos clavos que se usaban en el ferrocarril para fijar los durmientes. No hubo explicaciones, ni planeamiento de la acción, solo se miraron e Irmo comprendió lo que estaban a punto de hacer, hermanados en la pena de verlo sufrir a Salvador, pinocho, decidieron desinflarlo.
En que momento el clavo paso a manos de Irmo, yo no lo se, tampoco se si Juan se lo entregó o si el lo tomó, pero ambos se incorporaron y comenzaron a caminar hacia la verdulería, donde pinocho se encontraba sentado en una silla de madera y mimbre puesta contra la pared de lajas.
El paso de ambos se aceleró y también su corazón cuando notaron la mirada de pinocho en sus ojos a pocos metros de distancia, casi podría asegurar que en ese instante ambos se dieron cuenta de que no era esa la manera de ayudar, pero a esas alturas ninguno pensó en detenerse.
A la carrera veloz, la pequeña mano de Irmo arremetió con el clavo contra el abdomen de pinocho, quien había intentado algún movimiento inútil ante la velocidad de los niños.
Se escucho su grito, que mas que de dolor, fue de sorpresa, y sentado como estaba tomo de un cajón cercano una pera, y la lanzó contra los niños, con tan mala fortuna que esta pegó en el filo de un toldo de aluminio que tenia la verdulería y cayó al piso destrozándose y ensuciando en su caída meteórica a la esposa de Jorge Matievich, cerrajero de la otra cuadra, quien con una mezcla de estupor y odio, y no pudiendo articular palabra solo se digno a mirarlo a Salvador y jurarle sobre los santos evangelios que jamás volvería a pisar su verdulería, cosa que finalmente no ocurrió por dos motivos, pinocho le obsequió a manera de disculpas una canasta llena de frutas y hortalizas muy bien presentada, y segundo pero para nada menos importante, la otra verdulería estaba a tres cuadras de distancia y la buena señora quería evitarse la caminata diaria.
Hoy puedo contarle que realmente lo que los motivó aquella tarde a hacer lo que hicieron, fue un buen sentimiento, claro que muchas veces equivocamos los caminos y lejos de ayudar a quien intentamos, lo perjudicamos, por lo que los hermanos Sánchez por niños y por Sánchez deberían estar mas que excusados.

En ese clima de convivencia y con ese tipo de peculiaridades, Juan e Irmo Sánchez crecieron y se desarrollaron. Las cosas en la casa de los Sánchez tendían a no modificarse, por lo que las rutinas folklóricas se convertían en leyes inquebrantables con el paso de los años, al punto de que obviarlas o torcerlas eran conceptos inimaginables. “las cosas bien hechas no abundan” decía Aroldo con razón, “para que cambiar una cuando sabemos que así funciona bien?”. Fiel a esta filosofía de vida es que Aroldo Sánchez, entre otras muchas cosas, no pudo jamás desprenderse de su sillón de leer, aun cuando sentarse en el era un verdadero auto flagelo ya que uno de sus resortes había perforado el gastado respaldo y se incrustaba en la espalda quien en el osara apoyarse. Aroldo, reacio a admitir que su sillón de leer era una ruina y mostrando que el detalle del resorte no le quitaba enteros a la comodidad que ofrecía, adoptaba en el sillón una postura totalmente antinatural, que para quien no supiera de la existencia de ese resorte podía ser producto de una escoleósis agudísima. Manuel Illarranzaga, a quién lo conocían como “el gaita” a pesar de sus años de esfuerzo recalcando que era vasco y no gallego, dueño de una tapicería que se dedicaba a la reparación de muebles de estilo, finalmente había rehusado retapizarlo ya que consideraba que era ni mas ni menos que robarles el dinero. Aroldo se presentaba puntualmente a su comercio con el sillón desvencijado cada seis meses y le pedía un “service de rutina”, tras lo cual Manuel lo retapizaba in situ mientras Aroldo le explicaba que su sillón era una verdadera reliquia de estilo, de esas que ya no se fabricaban, y que nadie mejor que el, conocedor del arte de reacondicionar esas reliquias, para ponerle las manos encima. Las primeras cuatro veces, Manuel argumentó con gran conocimiento y respeto, que el sillón era una mala imitación de un estilo de muebles de comienzos de siglo, fabricados en Inglaterra, donde se buscaba la simpleza de líneas y lo campechano, mas que lo exótico o sobrecargado. Aroldo asintió en esas cuatro oportunidades, que era exactamente lo que el suponía, que su sillón era un Luis xv. Permítame amigo lector explicarle que entre los dos estilos mencionados hay 300 años de diferencia y son la contraposición perfecta. Las siguientes ocasiones Manuel no emitió opinión alguna acerca de estilo del mueble, y finalmente decidió no seguir remendándolo.
Lejos de sentirse ofendido, Aroldo le envió una carta con uno de sus hijos, entre otras cosas allí expuestas, se leía su “agradecimiento, por la sinceridad mostrada, donde lejos de importarle el dinero, reconocía que su arte no era lo suficientemente delicado para su sillón.”. Y remataba con un “ eso demuestra amigo Manuel, que es Ud. un hombre de bien, y un gallardo representante de su España natal”.


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