Juan Sánchez tenía ya 14 años cuando experimentó las sensaciones de su primer amor. Ese que hace que un varón deje de ser un niño para siempre e intente ser un hombre, o al menos parecerse a la imagen de hombre que tiene presente, aunque este no era el caso de Juan.
Una excursión programada por su colegio, para visitar el museo de ciencias naturales, fue la excusa que el destino necesitó para que Juan Sánchez sintiera por primera vez en su vida que ya nada volvería a ser como fue.
Los varones se habían ubicado hacia la parte trasera del colectivo, como si de eso dependiera cierta falsa libertad de acción, y las niñas quedaron sentadas en la mitad delantera, junto a las dos profesoras que viajaban con el contingente.
El griterío fue en aumento y una de las profesoras decidió que ya era suficiente, por lo que se dirigió a la parte trasera para impartir orden, en el preciso instante en que Juan Sánchez parado en su asiento, golpeaba la cabeza de un compañero.
El remedio a la situación fue inapelable, y Juan, entre las risas y burlas de sus compañeros debió acompañar a su profesora hacia la parte delantera, donde debía permanecer junto a las niñas el resto del viaje.
El único asiento libre en ese sector lo esperaba y con su carga de vergüenza a cuestas Juan se dirigió hacia el.
Se sentó cabizbajo, cuando las risas aún llegaban desde atrás y así permaneció por espacio de unos cuantos minutos, que le parecieron lustros.
Fue ella, quién rompió la tensa situación. Ese fue uno de esos instantes en los que si uno pudiera, elegiría parar el tiempo y que sean eternos. Juan alzó la vista y su universo conocido careció inmediatamente de sentido. La veía a diario, en la escuela, la oía hablar y reír en los recreos y sin embargo no había reparado en que era ella la criatura mas hermosa que hubiera visto jamás. Así de simple y lapidario, como casi todo lo era en la vida de los Sánchez, así sintió que se moría de ganas de no retirar nunca mas la vista de la cara de aquella niña, pero la temperatura de sus mejillas lo delató y Juan bajo la mirada, que ella le sostenía sin ningún tipo de pudor, o quizás con toda la inocencia de esos años. Juan sentía como todo su cuerpo era víctima de una revolución en la que ni sus músculos ni sus ideas respondían a la manera en que el deseaba ordenarlas, su estómago pesaba una tonelada dentro suyo. Aún así, en una mueca mezcla de esfuerzo y complicidad, esbozó una sonrisa que libero de su interior toda la tierna ridiculez de la que uno es capaz en esos momentos.
A partir de ese día, Juan Sánchez cambió su comportamiento casi completamente, y como no podía ser de otra manera, quien primero lo notó, fue su hermano Irmo.
Juan ya no pasaba tanto tiempo jugando con Irmo, acusando que le aburrían los juegos de chicos, comenzó a procurarse espacios solitarios, si es que aún podía hacerlo mas frecuentemente de lo que lo hacía por naturaleza, se tumbaba en la cama y se pasaba horas mirando el techo y para que su hermano no invadiera ese momento con su verborrea le dijo que solo estaba pensando en algunos movimientos del partido de ajedrez que tenían sin terminar desde hacía días. Razón por la cuál, Irmo, ante la estrategia de su hermano sintió que daría muchísimas ventajas si no lo imitaba, y también pasó a recostarse buena parte de su tiempo a mirar el techo y deshacer movimientos imaginarios que indefectiblemente terminaban por dormirlo.
Amanda Sánchez se percato, luego de una semana de veneración de la siesta por parte de sus hijos de que algo no funcionaba como debería haberlo hecho y llamó al médico de cabecera de la familia. El doctor Emanuel Bravo, un octogenario que había visto pasar a 4 generaciones de vecinos por su consultorio, se presento una tarde para evaluar el estado de los niños, y casi sin mirarlos, ante la descripción del cuadro por parte de Amanda Sánchez, concluyó en que los niños padecían de una anemia que los tiraba a la cama, y recomendó a la madre una dieta especial a base de hígado, lentejas y toda clase de verduras. Aroldo , sin embargo, opinaba que se debía a la pésima calidad del agua potable que se consumía en la ciudad. Fue Irmo quién tomó la bandera de la resistencia ante cada plato de hígado, y en los medio días buscaba la mirada de su hermano para reafirmar que no estaba solo en esa lucha, sin embargo no encontró jamás en esos días de opresión culinaria el sostén de Juan, quien sin decir palabra terminaba sus platos y se retiraba de la mesa. El ímpetu de Irmo fue menguando paulatinamente hasta desaparecer, y desistió de la idea de recostarse a preparar aquella partida de ajedrez, cosa que además de darle sueño, le parecía absolutamente complicado y ridículo ya que le era imposible ubicar en el techo el salto de sus caballos, los blancos de aquella partida.
Juan soportó aquella dieta sin darse cuenta siquiera que cada plato que le presentaban le era absolutamente desagradable.
Para quien hubiera mirado en sus ojos, de la manera en que no solemos mirar, hubiera sido claro que Juan había dejado su cuerpo a la deriva para volver a sentarse al lado de aquella niña en sus pensamientos.
Incluso Irmo, a pesar de su corta edad, presentía que a su hermano le pasaban cosas que nada tenían que ver con la anemia ni con la desagradable dieta, tampoco con el hecho de que en apariencia el pequeño estaba ganando la dichosa partida de ajedrez.
El rasgo mas extraño de la actitud de su hermano era que había dejado de golpearlo sistemáticamente. Eso era a sus ojos una suerte de desamor, que le producía un vacío difícil de describir a su edad, y es que Juan no se perdía una sola oportunidad de golpear la cabeza de su hermano, ya sea de pasada, en la mesa, en la calle o incluso en el colegio. Dolía ahora mas, la ausencia de aquel coscorrón que lo hacía sentir a Irmo que su hermano del alma estaba allí para ayudarlo, que el propio coscorrón. Tanto así que cuando una tarde Irmo Sánchez apareció corriendo en la cocina, gritando a viva voz y con una sonrisa enorme llena de felicidad que su hermano lo había golpeado y muy fuerte, Amanda y Aroldo pensaron que el pequeño no estaba en sus cabales. Ciertamente no lo estaba, pero de felicidad, su hermano había regresado de su letargo, era el mismo de siempre. Juan le había aplicado a Irmo un “correctivo”, como solía llamarlos, que consistía en un golpe dado con los nudillos en la mollera de la victima, invención del propio Juan. El “correctivo” era el golpe entre los golpes para Irmo, era el que mas lo molestaba y le provocaba un dolor que se agudizaba en los segundos posteriores al golpe, y se prolongaba por unos minutos en los que la cabeza parecía hervir. En aquella ocasión el correctivo fue sin dudas una bendición para Irmo.
Sin embargo ese golpe fue producto del cansancio, y no del final de aquella etapa de melancolía pos almuerzos, fue un pedido desesperado de intimidad e impotencia por no poder retener la imagen de aquella niña que se le escapaba a Juan entre los requerimientos imprudentes de su hermano menor.
Juan sabía que debía hacer algo con aquello que sentía, y tenía perfectamente claro que no tenía ideas de que hacer.
Sabía lo que le hubiera gustado hacer, eso si, pero no estaba seguro de que esas cuestiones se manejaran de esa manera. De hecho no estaba seguro de nada, solo de que ya no resistía las horas que había desde la salida del colegio hasta el otro día.
Amanda había dejado de luchar por despertarlo, y al entrar a su cuarto lo encontraba sentado en la cama vistiéndose, lo cuál para ella era todo un acontecimiento , acostumbrada como estaba a tener que insistir hasta el cansancio para despertarlo. No podría decirle yo amigo lector si Amanda tomó esto como una actitud de madurez en Juan, o si la rareza de aquel cambio la hizo poner atención en algunos detalles, lo cierto es que Amanda puso violín en bolsa, como solía decir, y aceptó que fuera lo que fuera, el cambio era para bien, por lo que no indagó acerca de los motivos fundantes.
Una mañana, una mas entre tantas mañanas calcadas unas de otras, los dos hermanos caminaban hacia la escuela y por esos golpes de timón que da el destino que nos permiten escribir historias, cambiaron el recorrido habitual y al llegar a la esquina de la panadería Juan se quedó repentinamente inmóvil. Irmo camino unos pasos y se volteo a mirarlo, sin entender el motivo de su detención, pero Juan tenía los ojos lejos, en otra parte ... Instintivamente Irmo siguió la dirección en la que miraba Juan de manera tan ridícula, y para su sorpresa lo que vio hizo que todas sus preguntas y dudas se acomodaran en su lugar con estrepitosa claridad. Allá, caminando de la mano de su madre por la vereda de enfrente, iba una niña que Irmo reconoció como compañera de su hermano. Volvió a mirar a Juan, que seguía estático en el mismo lugar y lentamente comenzó a caminar dejándolo atrás. Lo hizo silenciosamente durante algunos metros, tiempo suficiente para que su carácter se repusiera de aquella sensación de vergüenza ajena. Se detuvo y dejo que Juan llegara a su lado para retomar juntos la caminata, esa vez sumida en un silencio cómplice.
No es de extrañar, que el menor de los hermanos, llegara a todo tipo de conclusiones, respecto a como afectaba una mujer a un hombre, lógicamente con la visión de un niño y mas aún, de un Sánchez, y en su caso particular con toda la carga de sagacidad e ironía de la que hacía gala. Tanto así que al cabo de unos cuantos días la maestra de Irmo mandó llamar a Amanda para mantener una conversación respecto a algunas inquietudes que la docente tenía.
En la reunión, la maestra le entregó una redacción de Irmo, en la que el tema era “El Amor”, y entre otras cosas se leía en ella “El amor es peligroso, puede hacerte comer hígado durante días.”
En ese momento Amanda, compartió con la maestra de su hijo, una sensación de desconcierto total. No lograban ponerse de acuerdo acerca del origen de la confusión que operaba en Irmo. Amanda le explicó que el entorno familiar de su hijo era perfectamente normal, que no convivía con situaciones de violencia y que era testigo de una relación de cariño y respeto entre sus padres. Concluyeron ambas en que pondrían especial atención a las actitudes del niño y que de ser necesario volverían a reunirse.
Varios días hicieron falta para que Amanda Sánchez, asociara la redacción de su hijo con la dieta impuesta por el doctor Bravo, y una vez ligados estos extremos la recta de las conclusiones cobró una nitidez tan abrumadora como desconcertante. Su hijo, pensó, estaba enamorado, y a pesar de que Irmo no superaba los 10 años de edad, lo dio por sentado.
No es raro que aún hoy, en alguna ocasión propicia para recordar la vida vivida, deslice algún comentario sobre el gran amor de Irmo, aquel que lo aturdió a tan corta edad. No hace falta explicarle amigo lector, que ni Juan ni Irmo, se encargaron jamás de aclararle la situación. Tampoco reparó Amanda en que quien mas extrañamente se comportó por aquellos días, era Juan.
Pasada la involuntaria declaración de amor matutina de Juan Sánchez, a su hermano, la actitud del mayor de los hermanos cambió, quizás por la carga de vergüenza que sintió al dejar expuesta su situación., cosa que no se le daba normalmente y cuando ocurría lo hacía sentir demasiado desnudo, quizás porque su metabolismo sentimental pudo al fin digerir por vez primera, sensaciones y sentires que jamás había experimentado pero que, desafortunadamente, debería experimentar cíclicamente a lo largo de su vida. Jamás pudo Juan hacerle llegar a su musa, siquiera parte de todo aquello que sentía. Se conformaba con mirarla y desearla, y cuando digo desearla lea, estimado lector, desear compartir con ella un pupitre, un recreo alguno juego en la clase de gimnasia o sencillamente que ella festejara alguna de sus ocurrencias. La miro en silencio, la admiro en silencio durante meses y la soñaba despierto, escribió su nombre en cada pedazo de papel que llegó a sus manos y unió las iniciales de los dos nombres con una x en cuanta pared clara pudo localizar camino a la escuela, cosa esta ultima que Irmo jamás comprendió, ya que no entendía como se multiplicaban dos letras.
El pasar de los días fue lentamente menguando aquella primera pasión de Juan de la misma manera que las lluvias lavaban las iniciales de las paredes. Pero hasta el final de sus días de estudiante guardó para aquella niña el recuerdo de un sentimiento que lo emocionó durante años.
Aroldo Sánchez prácticamente no se percató de los primeros vaivenes emocionales de su hijo mayor, solo se quejó cuando se le solicitó predicar con el ejemplo en la mesa y comer el hígado recomendado por el doctor Bravo a los niños, cosa que hizo a regañadientes, pues a el también aquel plato le resultaba incomible.
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martes, 21 de octubre de 2008
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1 comentario:
Me gustó tu texto te dej el mio
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