Aroldo trabajaba en una terminal del ferrocarril, situada en el puerto de Rosario, una terminal de cargas y acopio de mercaderías en tránsito. Sus años de servicio y la prolijidad con que se manejaba en sus tareas le valieron un puesto con cierto poder de mando y cierto poder de decisión a niveles meramente domésticos. Sin embargo el estaba convencido, de que de su trabajo y sus decisiones dependían en buena medida la salud de la empresa ferroviaria. Si hoy pudiéramos preguntar a alguno de sus compañeros de tareas, seguramente lo tildarían por mera envidia, de obsecuente.
Aroldo tenía mucho trato, dada las características de su trabajo, con gente que llegaba en los buques de carga desde todas partes del mundo, y se sentía feliz de poder compartir con esas personas, absolutamente desconocidas, las vivencias y costumbres de sus respectivas culturas. En muchos casos, el buque permanecía en el puerto por espacio de varias semanas, por lo que se entablaba una relación diaria de convivencia.
Había un ritual, que corría por absoluta cuenta de Aroldo, que constaba en esperar el descenso de una tripulación que acababa de llegar a puerto, con sus operarios ferroviarios formados y acercarse al capitán del buque de turno con un mate en la mano, para darles la bienvenida a Argentina, dándole a un hecho que para el resto de aquellas personas era tan cotidiano como irrelevante, un aire ceremonial y romántico.
No sabría yo contarle, que opinaban los superiores de Aroldo de aquella ceremonia tan particular, solo imagino que les causaría gracias pues jamás le solicitaron que dejara de realizarlas.
Los operarios que tenía a cargo en aquella estación, no terminaban de comprender porque debían formarse a la llegada de cada barco, ni porque aplaudir cuando Aroldo se aproximaba al capitán mate en mano con aires de embajador. Tan rigurosa era esta cuestión que todos terminaron por asumir que se trataba de una orden que Aroldo al igual que ellos, también debía cumplir.
Un discurso corto y para nada improvisado, en un perfecto inglellano o casteglés redondeaban una bienvenida que doy por seguro, estas tripulaciones jamás recibían en ningún puerto del mundo.
Vale aclarar que en el noventa por ciento de los casos el mate era esputado por quien lo recibía de manera inmediata, no siendo esto motivo de ofensa para Aroldo, quien sabía que el primer mate jamás gusta, por lo que insistía con un segundo que como se imaginará ud. era tajantemente rechazado. El choque de las culturas al pié de la explanada de descenso de los buques era todo un espectáculo. Vale aclarar que en aquellos años toda esta cuestión de la globalización era solo una idea en la mente de quienes manejaban el mundo, las comunicaciones no eran lo que hoy, y para una llamada de larga distancia se debía esperar horas, por lo que realmente no se tenía verdadero conocimiento respecto a como se vivía en otras latitudes.
Aroldo Sánchez disfrutaba muchísimo de estos intercambios y muchas veces la relación con los embarcados, llegaba casi a una suerte de amistad. Tal era el caso de Tzun, estoy casi completamente seguro de que ese no era exactamente su nombre y si lo era, no se escribe de la manera en que yo lo hice, pero sabrá Ud. disculpar la falta de mayores datos.
Tzun era capitán de un buque de bandera filipina pero en realidad el era nativo de Indochina. Su barco era un buque cerealero de tremendas dimensiones aún para quienes están acostumbrados a ver ese tipo de barcos. Tzun llegaba regularmente una vez cada 6 meses al puerto de Rosario, desde hacía unos cuantos años, y se trató de una de las poquísimas personas a quienes el mate de Aroldo le pareció aceptable. Jamás tomó el segundo, pero no haber escupido el primero ya lo ubicaba entre los mas ilustres visitantes. Cargar aquel buque llevaba casi un mes por lo que en ese tiempo el personal de a bordo gozaba de tiempo medianamente libre para recorrer y conocer la ciudad.
Tzun era de contextura pequeña, y no es esta la apreciación de alguien que reconoce en estas personas una tendencia a ser pequeños. Tzun era pequeño incluso entre sus coterráneos, lo que aquí llamaríamos injustamente, un petizo. La edad del capitán era un absoluto misterio, no porque el quisiera mantenerla en secreto ni mucho menos, sencillamente porque la barrera idiomática no permitió que ese dato fuera conocido, es decir, jamás lo entendió Aroldo cuando el capitán le dijo su edad.
La primera vez que se vieron, luego de la ceremonia de bienvenida de rutina, el capitán lo invitó a recorrer el buque, y a manera de devolución de gentilezas le obsequió a Aroldo una botella de aguardiente. Botella que estuvo expuesta en una vitrina en la casa de los Sánchez durante muchísimos años.
La llegada del capitán Tzun era un hito en la vida de Aroldo, pocas cosas lo ponían tan alegre y de tan buen humor, no sabría yo explicarles el motivo, pues las conversaciones entre ambos eran tan solo un esfuerzo por hacerse entender. Sin embargo pasaban juntos todo el tiempo que les era posible, incluso hubo muchas invitaciones a cenar en la casa de los Sánchez que el capitán aceptó gustosamente.
Hombre educado y cordial, con muchísimo mundo a cuestas, Tzun se dispuso en una de sus visitas, devolver las atenciones recibidas por parte de los Sánchez por lo que los invito a cenar a bordo de su buque. Allá se dirigieron los Sánchez, ataviados con las mejores ropas de las que podían disponer en su vestuario. Al llegar al buque, la noche estaba ya casi cerrada sobre Rosario, por lo que el buque completamente iluminado eran un espectáculo colosal. Dos marineros recibieron a la familia y uno de ellos puso su gorra en la cabeza de Irmo.
El salón en el que se serviría la cena estaba totalmente revestido en madera, y de pared a pared, había fotos del buque en casi todos los puertos que había visitado y fotos de quienes habían sido sus capitanes antes que Tzun. La iluminación del ambiente era muy cálida y en un rincón había dos sillones lo suficientemente grandes como para que unas seis personas se sientaran cómodamente en ellos.
Tras una espera para nada prolongada, el capitán ingresó en aquella habitación, llevando consigo dos cajas de cartón de considerables dimensiones, una debajo de cada brazo, y un marinero detrás de él llevando otras dos cajas una encima de la otra.
Saludó efusivamente a Aroldo en un idioma que los niños no pudieron descifrar, y acto seguido se plantó amablemente delante de Amanda y le besó la mano, dándole la bienvenida y dirigiéndole un cumplido, en un castellano que sonó practicado para la ocasión, pero perfectamente entendible. Luego llegó el turno de los niños, para lo cuál tomo las dos cajas que había dejado en el piso para besar la mano de Amanda y les hizo un ademán a Irmo y a Juán para que se acercaran. Los niños lo comprendieron y se acercaron a las cajas, y el capitán lentamente y diciendo algo que tampoco fue comprendido por los hermanos ni su madre, levantó las tapas de las cajas.
Irmo era quien mas se había aproximado, y por consiguiente, quien acusó la sorpresa de manera mas directa, tan directa fue que dió un salto hacia atrás y tropezándose con su hermano cayó de espaldas. En medio de la confusión, los gritos de espanto de Irmo, la exclamación de Amanda, y las risas del capitán y los marineros, Juan no pudo mas con su curiosidad y se acerco a las cajas para ver su contenido, lo que vio, lejos de asustarlo lo cautivó. Eran dos lagartos, uno por cada caja, de color completamente blancos, y aproximadamente unos cuarenta centímetros de largo, y salvo por sus ojos, que se movían agrandando y achicando la pupila no se notaba ningún otro indicador de que esas “cosas” estuvieran vivas. Eran extrañamente hermosas, impresionantes, es cierto, pero hermosas de alguna manera. Irmo no lograba recuperarse del susto, tirado en el piso no le quitaba los ojos de encima a las cajas, y fue Amanda quien lo ayudó a incorporarse y lo animó a acercarse a las cajas, justo en el momento en que el capitán pidió la atención de los presentes, y con el dedo acaricio la cabeza del animal, quien súbitamente y con un chillido agudísimo abrió un abanico de color blanco en torno a su cuello, lo que le daba un aspecto no solo amenazador sino además fantasmagórico. Nuevamente Amanda debió ayudar a Irmo quien por causa de este segundo sobresalto pasó de estar a su lado, a quedar en el rincón mas alejado de aquel salón con la respiración agitada y el pecho a punto de explotarle.
Los presentes para Amanda y Aroldo fueron muchísimo mas ortodoxos, en el caso de la dama se trató de un clásico kimono de seda rojo, con imágenes de dragones bordados en hilos dorados y plateados, un trabajo magnífico desde todo punto de vista. A Aroldo su regalo lo colocó al borde del insomnio las noches posteriores a la cena, se trataba de una replica del buque en el que se encontraban, metido dentro de una botella de fino cristal. El nivel de detalle de aquella reproducción en miniatura era en absoluto increíble y todo tipo de conjeturas lo llevaron a la penosa conclusión de que no tenía la mas remota idea de cómo habían logrado introducirlo en la botella, proceso del cual Aroldo Sánchez se percató muchísimos años después y por una mera casualidad.
La cena fue una de esas ocasiones que la familia, recordaría regularmente a lo largo de los años, se podría decir que esa noche, el capitán Tzun sin saberlo, les regaló un poco de su magia tan particular, y por algunas horas la familia Sánchez, se sintió menos Sánchez y mas familia entre las risas que como en contadísimas ocasiones, les brotaban al unísono a cada uno de los cuatro.
Los años pasaron, y un buen día Aroldo y sus operarios aguardaron como de costumbre en la explanada, el buque de Tzun, un poco mas oxidado que hace años, pero igualmente imponente, atracó en el mismo lugar de siempre y en el puente se adivino la silueta del capitán, pequeña y erguida.
Los marineros comenzaron a descender y finalmente bajó el capitán. Para sorpresa de Aroldo no era Tzun quien portaba el uniforme oscuro y la gorra con visera negra, sino un joven de aspecto igualmente oriental. Aroldo no realizó el ritual ese día, esperando que su amigo bajara del buque, al cabo de unos minutos, y ante la sensación de que no sería así, se decidió a abordar el buque y se encaminó instintivamente al salón donde años atrás cenaran todos juntos. La larga hilera de cuadros, de pared a pared, con fotos del barco en todos los puertos del mundo, y quienes habían sido sus capitanes, seguía allí intacta, salvo por aquel último cuadro con la foto de Tzun coronada por una sonrisa que difícilmente Aroldo podría olvidar. Ese día, el mate lo tomó Aroldo junto a aquel cuadro, en honor de aquel hombre. Los operarios rompieron filas, y regresaron a sus tareas habituales. El nuevo capitán, que hablaba perfectamente el español, finalmente le quitó la intriga, Tzun murió a los setenta y un años, y Aroldo hubiera apostado que no superaba los cincuenta.
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miércoles, 29 de octubre de 2008
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1 comentario:
Particular forma de contar algo tan normal como la vida misma.
A la espera del proximo capitulo.
S.A.
Saludos.
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