La relación entre Aroldo Y Amanda Sánchez podría ser tildada de monótona por cualquiera de nosotros, sin embargo ellos no lo sentían así.
La historia entre ambos comenzó a escribirse una tarde de domingo en la que el padre de Amanda fue a la cancha el aquel club de barrio. Ese día se jugaba el clásico vecinal y además del honor y la posibilidad de gastarle bromas a los archi rivales durante meses, estaba en juego el campeonato local.
La cancha explotaba de gente, digamos unas 3000 personas, lo cual significaba que casi todos los varones del aquel barrio, de entre siete y setenta años, estaban allí. Había además un cierto numero de mujeres, que tenían reservado un sector de plateas. Entre esas pocas mujeres se encontraba Amanda Sánchez, no por una cuestión de pasión por aquel deporte, sino porque su padre le había prometido llevarla al cine luego del partido.
Vale la pena aclarar rápidamente, para que entienda usted lo que estaba en juego en aquel partido tan emblemático, la clase de rivalidad que existía entre los clubes. Entre uno y otro había cuatro cuadras de distancia y los simpatizantes de ambos se encontraban muy repartidos por la geografía del barrio. Por lo que se daba tranquilamente que en el mismo pasillo, hubiera una familia de cada club. Incluso había familias, en las que sus hermanos simpatizaban uno por cada club. Amistades, lazos familiares, respetos y demás hierbas, todo se acababa en el barrio cuando se enfrentaban el verde y blanco por un lado, y el azul por otro.
Ganar aquel partido significaba seis meses de poder sobre la otra parcialidad, en los que uno tenía el derecho de hablar, burlar, y gastar todo tipo de bromas.
Y este partido tan particular que nos ocupa, comenzó a jugarse varios días antes de aquel domingo.
La noche anterior, Aroldo, el joven Aroldo Sánchez, valuarte del tridente ofensivo del verde y blanco, se dispuso junto a algunos amigos del club, a gastarle una broma a un vecino llamado Américo Picciafuoco. Don Américo, además de confeso fanático del azul, era miembro de su comisión directiva. En el barrio era un personaje tanto respetado como temido. Respetado por sus pares, quienes lo veían como una persona responsable, recta en extremo y seria como pocas, temido por los mas jóvenes, quienes lo veían como una suerte de monstruo que con su sola mirada los hacía desistir de cuanta cosa extraña estuvieran tramando. Don Américo, como todos lo conocían, había construido una enorme parrilla, cuya parte trasera se alzaba por encima de la pared del frente de su casa, estaba construida con pequeños ladrillos, y se había tomado el trabajo, para nada liviano, de pintar cada ladrillo de color azul, y todas las uniones en blanco. Su casa era pues, vista desde el frente, una declaración jurada de su amor por la institución cuyos destinos ayudaba a dirigir, o si se quiere una invitación, para quienes no tenían nada mejor que hacer que dedicarse a tramar como hacerlo pasar del respeto circunspecto de su persona, al enojo desesperado. Entre estos se encontraba Aroldo, que vivía a unos 40 metros de la casa de don Américo.
Muy tarde, de madrugada, el y algunos secuaces se dirigieron a la pared del frente de la casa en cuestión, armados con dos tarros de pintura y dos pinceles. Con velocidad y precisión francamente envidiables, se tomaron el trabajo de pintar un ladrillo de verde y otro de blanco. El trabajo distaba mucho de ser un Gaudí, no obstante, allí permanecieron por espacio de unos cuantos minutos admirando la obra terminada.
La mañana del partido, amaneció con un sol radiante y el barrio ya vivía la fiesta que se avecinaba. La comida temprano, las charlas en el café, en los comercios, en la calle. El único tema era aquel partido de la tarde. Aroldo Sánchez se ubico en el bar “El elegido”, que estaba justo en frente de la casa de don Américo Picciafuoco, a esperar su salida. A esa hora el bar era una romería de gente, era la hora del “vermú” y regularmente se daban cita todos los personajes del barrio. A las once en punto, con sajona puntualidad a pesar de su origen italiano, don Américo abrió la puerta de su casa y asomo su humanidad, con aire elegante y soberbio. Saludó a amablemente a quien debía, y se dirigió al otro lado de la calle, mientras guardaba en el bolsillo de su chaleco un antiguo reloj de cadena. Antes de que pudiera entrar al bar, como era de esperar, las risas eran generales, y no solo de la parcialidad del club verde y blanco, sino también de la del azul, quienes sabían de antemano que el espectáculo que se avecinaba, sería dantesco. Le dejaron libre la mesa de la vidriera, para que don Américo se ubicara allí, desde donde dominaba su casa perfectamente. Se acomodo, se quito el sombrero, y pidió lo de rutina al mozo. El clima era tenso, todo el mundo esperaba el momento en que el portentoso italiano, se percatara de la broma de la cual había sido victima.
Los minutos pasaron y don Américo se concentró en el diario, donde en las paginas deportivas el partido de la tarde se llevaba los laureles, con titulares de gran tamaño.
Una vez terminada la lectura del matutino, la exitación popular ganó los corazones, y como nunca falta, alguien lanzó la piedra.
“...Y don Americo? A quien le tiene fe esta tarde?”
Esa pregunta era, dirigida a aquel hombre, una obviedad que rayaba lo ridículo. Por lo que Américo solo se digno a responder “...mire amigo, mire mi casa y deje de preguntar pavadas.”
“...no se enoje don Américo, le pregunto precisamente porque miré su casa.”
El silencio ganó el bar, mientras Américo perdía paulatinamente la sonrisa, y giraba su cabeza sin dejar de mirar a su interlocutor. Como quién sin saber de lo que le están hablando, lo intuye mortalmente, pero se resiste a creer que pueda ser posible semejante cosa.
Y si, fue posible.
La chimenea de su parrilla se abalanzaba sobre la vereda con ladrillos verdes y blancos.
Se levantó...lento, muy despacio y sin dejar de mirar el frente de su casa. Dirigió una mirada escrutante a todos los presentes, no con la intención de buscar culpables, sino para que alguien se apiadara y le dijera que aquello no era verdad. Naturalmente encontró silencio, ni siquiera risas, solo silencio.
Volvió a mirar su casa a través de la vidriera del bar, tomó su sombrero y caminó lento hasta la puerta. Allí se paró, erguido y amenazante. Cruzo la calle y todo el bar salió a la puerta para ver aquello. Llegó hasta la pared en la que se alzaba la chimenea y la miró...la miro larguísimos segundos. Finalmente el shock cedió ante las embestidas de su ira y girando sobre sus pasos miró a los que reunidos en la puerta del bar, lo seguían expectantes. Entonces gritó don Américo, con toda la potencia y la furia de la que era capaz en aquel estado. Insultó en castellano, insultó en italiano, maldijo en castellano y maldijo en italiano, y ahora si sus ojos rojos de ira buscaban una cara, no importaba si era culpable o no, solo una cara que a el le pareciera culpable con la que poder apagar el fuego de su impulso vengativo.
Ya se había quitado el saco, arremangado la camisa y estaba presto a golpear a alguien, cuando intervino Jesús Sánchez, el padre de Amanda, quién pasaba por allí camino a comprar el diario, para luego dirigirse al bar. Recurriendo a la larga amistad entre ambos, Jesús logro calmar a don Américo y llevarlo nuevamente a la mesa del bar. Le pidió una copita de ginebra, y lo contuvo, hasta que la crisis nerviosa fue cediendo terreno al sosiego. Años después se supo que en realidad Jesús logró calmar a don Américo solo después de prometerle, que el mismo se encargaría de encontrar al culpable, y entonces si le dejaría desahogarse.
La rabieta de Américo fue histórica en el barrio, y por colmo de males los ladrillos permanecieron verdes y blancos por varios días, ya que el hombre era ya mayor para subirse a pintar la chimenea, y su hijo no había tenido el tiempo de hacerlo. Por lo que una buena tarde el italiano le dijo a su hijo, a manera de ultimátum “o la pintas de azul, o la tiro abajo”, por lo que si, fue repintada de azul.
Finalmente llegó la hora del partido aquel domingo, y allí estaba Amanda esperando solamente que termine, para que la llevaran al cine.
El padre de Amanda se identificaba con el club azul, y no eran estos los nombres de estos clubes, sino los colores de sus emblemas. Por lo que se encontraba sentado en el sector asignado a los hinchas de ese club.
El partido en si, fue muy malo, quizás por la carga de responsabilidad que llevaba cada uno de los 22 jugadores, quizás porque nada mas podía pedírseles a aquellos muchachos.
La cuestión es que cuando todo los presentes daban por sentado que terminaría cero a cero, faltando dos minutos para el final, la pelota cae en los pies de Aroldo Sánchez, quien se quedó un segundo dudando que hacer con el balón en sus piés. De repente y despejada la duda, Aroldo miró el arco y saco de su pierna derecha un zapatazo que tras pegar en el poste del arco, terminó en el fondo de red.
“Una voz me dijo que le pegara” argumentó Aroldo durante años, atribuyéndole un aire divino a aquel golpe de suerte, sin dudas, sus cinco minutos de gloria.
La locura del griterío de la muchedumbre y la alegría desbordada en Aroldo, lo impulsaron a correr de manera desesperada en su festejo, terminando delante de la tribuna en la que se encontraban las mujeres.
Fue allí, donde sus ojos, desorbitados por la locura del momento encontraron los ojos de Amanda, que mas que con intenciones seductoras lo miraba como tratando de entender que llevaba a aquel hombre a semejante estado de excitación. Sin embargo el, si la miró con toda la confianza de que ser el héroe de aquella tarde, tranquilamente podría valerle el corazón de aquella joven, que por cierto, acababa de cautivarlo.
Aroldo efectivamente resultó aquella tarde de domingo, ser el protagonista mayor de la histórica victoria del verde y blanco sobre el azul. Aquella misma tarde nació, según algunos, el “fierro Sánchez”, aquel de la pegada prodigiosa. Para otros, según Aroldo, envidiosos del éxito ajeno, el “fierro Sánchez” nació exactamente cuatro días después de aquel partido.
En el barrio aún se hablaba solamente de la victoria, producto del golazo de Aroldo, y don Américo aún presionaba a su hijo para que repinte la chimenea de su parrilla, cuando ambos clubes, preparaban por separado sus respectivos bailes de carnaval.
Así como los enfrentamientos deportivos dividían al barrio en dos, el carnaval los unía en una lipotimia social difícil de explicar. Durante esas mágicas noches de verano, no había diferencias entre los unos y los otros, los de arriba, los de abajo y los del medio, si es que existe el medio en esta cuestión.
Por las tardes la gente mayor salía a las calles y jugaba al carnaval, y por las noches ambos clubes eran casi una extensión del otro, y sus socios se mezclaban con vecinos del otro club. El clima era de fiesta, de alegría y porque no, de algún que otro exceso bien entendido, sobre todo con la bebida.
La primera noche de baile en el club verde y blanco, lo encontró a Aroldo con su autoestima por la nubes, y no era para menos, estaba en boca de propios y extraños con aquel remate furtivo al corazón del arco rival.
Se repasó por ultima vez el cabello con un pequeño peine de carey que tenía cita obligada en su bolsillo y avanzó hacia la puerta del club, con el recuerdo de aquellos ojos como estandarte, pues estaba decidido a acercarse a ella, donde sea que volviera a verla.
En el mismo instante en que Aroldo pisaba el umbral del club, un cable que decoraba la entrada con luces de todos los colores, cedió al peso de las lamparitas y se cortó, produciendo un fogonazo de magnitudes considerables, que derivo en un apagón general, el desorden cundió en el gentío, y sumado a la oscuridad reinante, provocó que los empujones por ganar la calle no tardaran en hacerse presente.
Se dieron vuelta las mesas, se cayeron las sillas y las señoras mayores, los jóvenes aprovechaban para dejar correr alguna caricia en un lugar no del todo aceptada, en algún cuerpo para nada dispuesto, los acompañantes de ese cuerpo pugnaban por hacer justicia con el insolente en plena oscuridad. En la estampida, la gente atropelló los instrumentos de la orquesta que se disponía a tocar minutos mas tarde, y para desgracia del contrabajista su instrumento fue ferozmente pisoteado por la muchedumbre. Un barril que contenía sendas barras de hielo rodó por el piso, con lo cual la gente patinaba y se amuchaba una encima de otra sin remedio.
Aroldo, quedó parado en el umbral de la entrada, sorprendido por el fogonazo.
Fueron unos 5 minutos eternos, no mas que eso, lo que duró la oscuridad. El intendente del club, se movió rápidamente y logró solucionar la cuestión eléctrica.
Súbitamente..., la luz.
El griterío ceso en un instante, y la gente se detuvo en su huida. El panorama que pudieron observar a su alrededor era poco menos que desolador y se parecía mas a una zona de guerra que a un baile de carnaval.
Para muchos otros, esa fue la noche, en que nació “el fierro Sánchez”.
No obstante los desafortunados hechos acaecidos en aquella noche de carnaval, Aroldo siguió buscando en las noches siguientes a la joven de la tribuna femenina. Al club verde y blanco, le llevó dos días dejar todo listo para un nuevo baile, por lo que a la noche siguiente de la trágica estampida, todos fueron al baile organizado por el club azul, cosa que de todas maneras solía pasar, ya que como dije anteriormente, el carnaval unía a la gente del barrio de una manera particular.
Por lo que aquella noche, la segunda de carnaval, el club azul presentaba un aspecto imponente, no se recuerda tanta concurrencia en un baile como lo hubo aquella noche e incluso hoy, tantos años después, aún las fotos de aquella velada decoran las paredes del buffet.
Allí se dirigió Aroldo, repitiendo el atuendo de la noche anterior, detalle que solía cuidar, pero como no había llegado siquiera a ingresar al baile anterior, pensó que se podía permitir repetir el traje.
Esa vez nada ocurrió, ingreso al club portando una sonrisa amistosa, entre comentarios que le llegaban aun sobre su zapatazo del domingo, felicitaciones y algún que otro comentario en tono de broma, que le gastaba la gente del club rival. Pasó por delante de don Américo, quien estaba en la entrada recibiendo a la gente, con su consabida impronta y lo que ello representaba. Aroldo lo saludó muy cortésmente y Américo le devolvió el saludo y un apretón de manos cordial, claro que ignoraba completamente que el había sido, además del verdugo de su club, el verdugo de su chimenea.
Estimo que Aroldo se encontraba aquella noche, en uno de esos momentos en que uno piensa que el mundo le queda pequeño, y que nada de lo que la vida pueda ponernos delante, tendrá la facultad de hacer que nos detengamos. Casi como si sus cinco minutos de gloria, se hubieran prolongado algunos días.
A título personal considero que la vida luego le cobró aquellos días de crédito, con mas los intereses devengados.
La cuestión, es que apreciaciones al margen, Aroldo dejaba que su fe ciega en si mismo, fuera delante suyo, tapándole los ojos a cualquier tipo de fracaso o rechazo.
La buscó entre la gente, la buscó como un autómata, mirando sin ver, pero sabiendo que cuando la viera, la reconocería al instante. No se equivoco en lo mas mínimo, allí estaba ella, sentada en una mesa junto a su madre, su padre y su hermano mayor.
No lo dudó, se dirigió a la mesa y saludando educadamente a toda la familia, solicito permiso a Jesús, el padre, para invitar a Amanda a bailar.
Jesús reconoció automáticamente a quien había dado la puñalada mortal al club de sus amores, en el partido del domingo anterior. La vida le pareció entonces, un desfile de ironías que no terminaba de sorprenderlo. La miró a su hija, quien bajó instintivamente los ojos y se limitó a sonreír. Finalmente le hizo un ademán de aprobación a Aroldo, quien tras agradecerlo respetuosamente, tendió su mano hacia Amanda para ayudarla a incorporarse de la silla y juntos caminaron a la pista de baile, cancha de básquetbol en los días en los que el carnaval no la bautizaba con su ungüento de colores, brillos y fantasías.
- o -
La historia entre ambos comenzó a escribirse una tarde de domingo en la que el padre de Amanda fue a la cancha el aquel club de barrio. Ese día se jugaba el clásico vecinal y además del honor y la posibilidad de gastarle bromas a los archi rivales durante meses, estaba en juego el campeonato local.
La cancha explotaba de gente, digamos unas 3000 personas, lo cual significaba que casi todos los varones del aquel barrio, de entre siete y setenta años, estaban allí. Había además un cierto numero de mujeres, que tenían reservado un sector de plateas. Entre esas pocas mujeres se encontraba Amanda Sánchez, no por una cuestión de pasión por aquel deporte, sino porque su padre le había prometido llevarla al cine luego del partido.
Vale la pena aclarar rápidamente, para que entienda usted lo que estaba en juego en aquel partido tan emblemático, la clase de rivalidad que existía entre los clubes. Entre uno y otro había cuatro cuadras de distancia y los simpatizantes de ambos se encontraban muy repartidos por la geografía del barrio. Por lo que se daba tranquilamente que en el mismo pasillo, hubiera una familia de cada club. Incluso había familias, en las que sus hermanos simpatizaban uno por cada club. Amistades, lazos familiares, respetos y demás hierbas, todo se acababa en el barrio cuando se enfrentaban el verde y blanco por un lado, y el azul por otro.
Ganar aquel partido significaba seis meses de poder sobre la otra parcialidad, en los que uno tenía el derecho de hablar, burlar, y gastar todo tipo de bromas.
Y este partido tan particular que nos ocupa, comenzó a jugarse varios días antes de aquel domingo.
La noche anterior, Aroldo, el joven Aroldo Sánchez, valuarte del tridente ofensivo del verde y blanco, se dispuso junto a algunos amigos del club, a gastarle una broma a un vecino llamado Américo Picciafuoco. Don Américo, además de confeso fanático del azul, era miembro de su comisión directiva. En el barrio era un personaje tanto respetado como temido. Respetado por sus pares, quienes lo veían como una persona responsable, recta en extremo y seria como pocas, temido por los mas jóvenes, quienes lo veían como una suerte de monstruo que con su sola mirada los hacía desistir de cuanta cosa extraña estuvieran tramando. Don Américo, como todos lo conocían, había construido una enorme parrilla, cuya parte trasera se alzaba por encima de la pared del frente de su casa, estaba construida con pequeños ladrillos, y se había tomado el trabajo, para nada liviano, de pintar cada ladrillo de color azul, y todas las uniones en blanco. Su casa era pues, vista desde el frente, una declaración jurada de su amor por la institución cuyos destinos ayudaba a dirigir, o si se quiere una invitación, para quienes no tenían nada mejor que hacer que dedicarse a tramar como hacerlo pasar del respeto circunspecto de su persona, al enojo desesperado. Entre estos se encontraba Aroldo, que vivía a unos 40 metros de la casa de don Américo.
Muy tarde, de madrugada, el y algunos secuaces se dirigieron a la pared del frente de la casa en cuestión, armados con dos tarros de pintura y dos pinceles. Con velocidad y precisión francamente envidiables, se tomaron el trabajo de pintar un ladrillo de verde y otro de blanco. El trabajo distaba mucho de ser un Gaudí, no obstante, allí permanecieron por espacio de unos cuantos minutos admirando la obra terminada.
La mañana del partido, amaneció con un sol radiante y el barrio ya vivía la fiesta que se avecinaba. La comida temprano, las charlas en el café, en los comercios, en la calle. El único tema era aquel partido de la tarde. Aroldo Sánchez se ubico en el bar “El elegido”, que estaba justo en frente de la casa de don Américo Picciafuoco, a esperar su salida. A esa hora el bar era una romería de gente, era la hora del “vermú” y regularmente se daban cita todos los personajes del barrio. A las once en punto, con sajona puntualidad a pesar de su origen italiano, don Américo abrió la puerta de su casa y asomo su humanidad, con aire elegante y soberbio. Saludó a amablemente a quien debía, y se dirigió al otro lado de la calle, mientras guardaba en el bolsillo de su chaleco un antiguo reloj de cadena. Antes de que pudiera entrar al bar, como era de esperar, las risas eran generales, y no solo de la parcialidad del club verde y blanco, sino también de la del azul, quienes sabían de antemano que el espectáculo que se avecinaba, sería dantesco. Le dejaron libre la mesa de la vidriera, para que don Américo se ubicara allí, desde donde dominaba su casa perfectamente. Se acomodo, se quito el sombrero, y pidió lo de rutina al mozo. El clima era tenso, todo el mundo esperaba el momento en que el portentoso italiano, se percatara de la broma de la cual había sido victima.
Los minutos pasaron y don Américo se concentró en el diario, donde en las paginas deportivas el partido de la tarde se llevaba los laureles, con titulares de gran tamaño.
Una vez terminada la lectura del matutino, la exitación popular ganó los corazones, y como nunca falta, alguien lanzó la piedra.
“...Y don Americo? A quien le tiene fe esta tarde?”
Esa pregunta era, dirigida a aquel hombre, una obviedad que rayaba lo ridículo. Por lo que Américo solo se digno a responder “...mire amigo, mire mi casa y deje de preguntar pavadas.”
“...no se enoje don Américo, le pregunto precisamente porque miré su casa.”
El silencio ganó el bar, mientras Américo perdía paulatinamente la sonrisa, y giraba su cabeza sin dejar de mirar a su interlocutor. Como quién sin saber de lo que le están hablando, lo intuye mortalmente, pero se resiste a creer que pueda ser posible semejante cosa.
Y si, fue posible.
La chimenea de su parrilla se abalanzaba sobre la vereda con ladrillos verdes y blancos.
Se levantó...lento, muy despacio y sin dejar de mirar el frente de su casa. Dirigió una mirada escrutante a todos los presentes, no con la intención de buscar culpables, sino para que alguien se apiadara y le dijera que aquello no era verdad. Naturalmente encontró silencio, ni siquiera risas, solo silencio.
Volvió a mirar su casa a través de la vidriera del bar, tomó su sombrero y caminó lento hasta la puerta. Allí se paró, erguido y amenazante. Cruzo la calle y todo el bar salió a la puerta para ver aquello. Llegó hasta la pared en la que se alzaba la chimenea y la miró...la miro larguísimos segundos. Finalmente el shock cedió ante las embestidas de su ira y girando sobre sus pasos miró a los que reunidos en la puerta del bar, lo seguían expectantes. Entonces gritó don Américo, con toda la potencia y la furia de la que era capaz en aquel estado. Insultó en castellano, insultó en italiano, maldijo en castellano y maldijo en italiano, y ahora si sus ojos rojos de ira buscaban una cara, no importaba si era culpable o no, solo una cara que a el le pareciera culpable con la que poder apagar el fuego de su impulso vengativo.
Ya se había quitado el saco, arremangado la camisa y estaba presto a golpear a alguien, cuando intervino Jesús Sánchez, el padre de Amanda, quién pasaba por allí camino a comprar el diario, para luego dirigirse al bar. Recurriendo a la larga amistad entre ambos, Jesús logro calmar a don Américo y llevarlo nuevamente a la mesa del bar. Le pidió una copita de ginebra, y lo contuvo, hasta que la crisis nerviosa fue cediendo terreno al sosiego. Años después se supo que en realidad Jesús logró calmar a don Américo solo después de prometerle, que el mismo se encargaría de encontrar al culpable, y entonces si le dejaría desahogarse.
La rabieta de Américo fue histórica en el barrio, y por colmo de males los ladrillos permanecieron verdes y blancos por varios días, ya que el hombre era ya mayor para subirse a pintar la chimenea, y su hijo no había tenido el tiempo de hacerlo. Por lo que una buena tarde el italiano le dijo a su hijo, a manera de ultimátum “o la pintas de azul, o la tiro abajo”, por lo que si, fue repintada de azul.
Finalmente llegó la hora del partido aquel domingo, y allí estaba Amanda esperando solamente que termine, para que la llevaran al cine.
El padre de Amanda se identificaba con el club azul, y no eran estos los nombres de estos clubes, sino los colores de sus emblemas. Por lo que se encontraba sentado en el sector asignado a los hinchas de ese club.
El partido en si, fue muy malo, quizás por la carga de responsabilidad que llevaba cada uno de los 22 jugadores, quizás porque nada mas podía pedírseles a aquellos muchachos.
La cuestión es que cuando todo los presentes daban por sentado que terminaría cero a cero, faltando dos minutos para el final, la pelota cae en los pies de Aroldo Sánchez, quien se quedó un segundo dudando que hacer con el balón en sus piés. De repente y despejada la duda, Aroldo miró el arco y saco de su pierna derecha un zapatazo que tras pegar en el poste del arco, terminó en el fondo de red.
“Una voz me dijo que le pegara” argumentó Aroldo durante años, atribuyéndole un aire divino a aquel golpe de suerte, sin dudas, sus cinco minutos de gloria.
La locura del griterío de la muchedumbre y la alegría desbordada en Aroldo, lo impulsaron a correr de manera desesperada en su festejo, terminando delante de la tribuna en la que se encontraban las mujeres.
Fue allí, donde sus ojos, desorbitados por la locura del momento encontraron los ojos de Amanda, que mas que con intenciones seductoras lo miraba como tratando de entender que llevaba a aquel hombre a semejante estado de excitación. Sin embargo el, si la miró con toda la confianza de que ser el héroe de aquella tarde, tranquilamente podría valerle el corazón de aquella joven, que por cierto, acababa de cautivarlo.
Aroldo efectivamente resultó aquella tarde de domingo, ser el protagonista mayor de la histórica victoria del verde y blanco sobre el azul. Aquella misma tarde nació, según algunos, el “fierro Sánchez”, aquel de la pegada prodigiosa. Para otros, según Aroldo, envidiosos del éxito ajeno, el “fierro Sánchez” nació exactamente cuatro días después de aquel partido.
En el barrio aún se hablaba solamente de la victoria, producto del golazo de Aroldo, y don Américo aún presionaba a su hijo para que repinte la chimenea de su parrilla, cuando ambos clubes, preparaban por separado sus respectivos bailes de carnaval.
Así como los enfrentamientos deportivos dividían al barrio en dos, el carnaval los unía en una lipotimia social difícil de explicar. Durante esas mágicas noches de verano, no había diferencias entre los unos y los otros, los de arriba, los de abajo y los del medio, si es que existe el medio en esta cuestión.
Por las tardes la gente mayor salía a las calles y jugaba al carnaval, y por las noches ambos clubes eran casi una extensión del otro, y sus socios se mezclaban con vecinos del otro club. El clima era de fiesta, de alegría y porque no, de algún que otro exceso bien entendido, sobre todo con la bebida.
La primera noche de baile en el club verde y blanco, lo encontró a Aroldo con su autoestima por la nubes, y no era para menos, estaba en boca de propios y extraños con aquel remate furtivo al corazón del arco rival.
Se repasó por ultima vez el cabello con un pequeño peine de carey que tenía cita obligada en su bolsillo y avanzó hacia la puerta del club, con el recuerdo de aquellos ojos como estandarte, pues estaba decidido a acercarse a ella, donde sea que volviera a verla.
En el mismo instante en que Aroldo pisaba el umbral del club, un cable que decoraba la entrada con luces de todos los colores, cedió al peso de las lamparitas y se cortó, produciendo un fogonazo de magnitudes considerables, que derivo en un apagón general, el desorden cundió en el gentío, y sumado a la oscuridad reinante, provocó que los empujones por ganar la calle no tardaran en hacerse presente.
Se dieron vuelta las mesas, se cayeron las sillas y las señoras mayores, los jóvenes aprovechaban para dejar correr alguna caricia en un lugar no del todo aceptada, en algún cuerpo para nada dispuesto, los acompañantes de ese cuerpo pugnaban por hacer justicia con el insolente en plena oscuridad. En la estampida, la gente atropelló los instrumentos de la orquesta que se disponía a tocar minutos mas tarde, y para desgracia del contrabajista su instrumento fue ferozmente pisoteado por la muchedumbre. Un barril que contenía sendas barras de hielo rodó por el piso, con lo cual la gente patinaba y se amuchaba una encima de otra sin remedio.
Aroldo, quedó parado en el umbral de la entrada, sorprendido por el fogonazo.
Fueron unos 5 minutos eternos, no mas que eso, lo que duró la oscuridad. El intendente del club, se movió rápidamente y logró solucionar la cuestión eléctrica.
Súbitamente..., la luz.
El griterío ceso en un instante, y la gente se detuvo en su huida. El panorama que pudieron observar a su alrededor era poco menos que desolador y se parecía mas a una zona de guerra que a un baile de carnaval.
Para muchos otros, esa fue la noche, en que nació “el fierro Sánchez”.
No obstante los desafortunados hechos acaecidos en aquella noche de carnaval, Aroldo siguió buscando en las noches siguientes a la joven de la tribuna femenina. Al club verde y blanco, le llevó dos días dejar todo listo para un nuevo baile, por lo que a la noche siguiente de la trágica estampida, todos fueron al baile organizado por el club azul, cosa que de todas maneras solía pasar, ya que como dije anteriormente, el carnaval unía a la gente del barrio de una manera particular.
Por lo que aquella noche, la segunda de carnaval, el club azul presentaba un aspecto imponente, no se recuerda tanta concurrencia en un baile como lo hubo aquella noche e incluso hoy, tantos años después, aún las fotos de aquella velada decoran las paredes del buffet.
Allí se dirigió Aroldo, repitiendo el atuendo de la noche anterior, detalle que solía cuidar, pero como no había llegado siquiera a ingresar al baile anterior, pensó que se podía permitir repetir el traje.
Esa vez nada ocurrió, ingreso al club portando una sonrisa amistosa, entre comentarios que le llegaban aun sobre su zapatazo del domingo, felicitaciones y algún que otro comentario en tono de broma, que le gastaba la gente del club rival. Pasó por delante de don Américo, quien estaba en la entrada recibiendo a la gente, con su consabida impronta y lo que ello representaba. Aroldo lo saludó muy cortésmente y Américo le devolvió el saludo y un apretón de manos cordial, claro que ignoraba completamente que el había sido, además del verdugo de su club, el verdugo de su chimenea.
Estimo que Aroldo se encontraba aquella noche, en uno de esos momentos en que uno piensa que el mundo le queda pequeño, y que nada de lo que la vida pueda ponernos delante, tendrá la facultad de hacer que nos detengamos. Casi como si sus cinco minutos de gloria, se hubieran prolongado algunos días.
A título personal considero que la vida luego le cobró aquellos días de crédito, con mas los intereses devengados.
La cuestión, es que apreciaciones al margen, Aroldo dejaba que su fe ciega en si mismo, fuera delante suyo, tapándole los ojos a cualquier tipo de fracaso o rechazo.
La buscó entre la gente, la buscó como un autómata, mirando sin ver, pero sabiendo que cuando la viera, la reconocería al instante. No se equivoco en lo mas mínimo, allí estaba ella, sentada en una mesa junto a su madre, su padre y su hermano mayor.
No lo dudó, se dirigió a la mesa y saludando educadamente a toda la familia, solicito permiso a Jesús, el padre, para invitar a Amanda a bailar.
Jesús reconoció automáticamente a quien había dado la puñalada mortal al club de sus amores, en el partido del domingo anterior. La vida le pareció entonces, un desfile de ironías que no terminaba de sorprenderlo. La miró a su hija, quien bajó instintivamente los ojos y se limitó a sonreír. Finalmente le hizo un ademán de aprobación a Aroldo, quien tras agradecerlo respetuosamente, tendió su mano hacia Amanda para ayudarla a incorporarse de la silla y juntos caminaron a la pista de baile, cancha de básquetbol en los días en los que el carnaval no la bautizaba con su ungüento de colores, brillos y fantasías.
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